noviembre 27, 2013

DEUDA: OTRO OBSTÁCULO PARA EL DESARROLLO

La historia del desarrollo económico está llena de intentos por corregir los “errores” de las políticas implementadas para promoverlo[1]. El método más usado para estos efectos ha sido la inclusión de nuevos elementos a la agenda. Este enfoque ha dado lugar a un espectro cada vez más amplio de temas en discusión que van desde las preocupaciones ambientales hasta la focalización de las políticas públicas. El resultado de esta estrategia salta a la vista: de los ocho Objetivos para el Desarrollo del Milenio originales, solamente dos se han alcanzado, existiendo serias dudas respecto de las posibilidades reales de alcanzar los otros seis. En otras palabras, el desempeño de la actual agenda para el desarrollo ha sido bastante menos que brillante.
En vista de lo anterior, cabe preguntarse si acaso seguir añadiendo elementos al marco sea la respuesta o si no habría más bien que evaluar primero el desempeño de los ya existentes y, en caso negativo, preguntarse si acaso podrían ser eliminados. En este sentido, el único elemento que destaca como herramienta de política para el desarrollo es la deuda.

Desde la implementación del Plan Marshall en Europa, los círculos políticos se han impregnado con la idea que las inyecciones de capital y los recursos financieros frescos constituyen uno de los componentes básicos del desarrollo. Basándose en esta premisa, durante los últimos 69 años el Banco Mundial ha buscado ayudar a los países en su camino hacia el desarrollo por medio de préstamos. Como lo demuestro en mi libro, los resultados de este enfoque sobre las condiciones de vida de millones de personas alrededor del mundo son desalentadores.

En lugar de entregar recursos frescos a los países en desarrollo, el sistema de deuda los ha forzado a priorizar el pago de la misma por sobre la provisión de servicios sociales básicos. De acuerdo con las cifras del Banco Mundial, el año 2010, los países en desarrollo pagaron US$184 billones en servicios de la deuda, aproximadamente lo equivalente a tres veces los recursos necesarios para asegurar el cumplimiento de los ODM en un año. Aun más problemático es el hecho que entre 1985 y 2010, los flujos netos de la deuda pública hacia los países en desarrollo –esto es, la diferencia entre los desembolsos y los pagos de la deuda- alcanzaron los US$530 billones. Para situar esta cifra en un contexto, los recursos netos transferidos desde los países en desarrollo hacia sus acreedores son equivalentes a cinco veces los recursos destinados al Plan Marshall.

Simultáneamente, la deuda ha sido usada por igual por instituciones financieras internacionales (IFIs) y países acreedores, para empujar a los países a adoptar políticas que, si algo logran, es impedirles asegurar una mínima calidad de vida a sus poblaciones. Desde la privatización y reducción de los servicios públicos hasta la eliminación de las barreras comerciales -con las graves consecuencias sobre la soberanía alimentaria que esto ha ocasionado-, las políticas impuestas a los países en desarrollo han limitado su capacidad para lograr el desarrollo por medios propios.

Por consiguiente, si hubiera una cosa que hacer, esta sería cancelar la deuda pública de los países en desarrollo. Contrariamente a lo argumentado por los más escépticos, esta deuda representa una gota en el mar: el año 2010 alcanzó los US$1.6 trillones (deuda pública externa total), o menos del 5% de los recursos destinados por el gobierno de los Estados Unidos al rescate de los bancos. Si tal cantidad de recursos puede ser dirigida hacia el aseguramiento de los bonos de los ejecutivos bancarios, ¿Es acaso demasiado pedir una pequeña parte de esos mismos recursos para asegurar mejores condiciones de vida a cientos de millones de personas en el mundo? Claramente esta es una cuestión política más que una económica. Pero el hecho sigue siendo el mismo: la deuda es un obstáculo mayor para el desarrollo. Como lo ha venido exigiendo el Comité para la Anulación de la Deuda del Tercer Mundo durante los últimos 24 años, terminemos con ella.

[1] Esta columna fue publicada originalmente con el título de Debt: Nothing but an Obstacle en The Broker. Traducción a cargo de Humanum.

noviembre 25, 2013

DESIGUALDAD EN CIUDADES DE AMÉRICA LATINA EMPEORA

La desigualdad campea en América Latina. Es como un monstruo de muchas cabezas que los ciudadanos identifican con gobiernos autoritarios que benefician a unos pocos y favorecen la proliferación de barrios pobres, donde la gente no puede acceder a servicios básicos indispensables, porque unas personas ostentan más derechos que otras.
Esa es la conclusión que se desprende de una encuesta de percepción promovida por UN Hábitat (la agencia de la Organización de Naciones Unidas para el desarrollo urbano) en 10 ciudades de América Latina: Asunción (Paraguay), Bogotá (Colombia), Córdoba (Argentina), Guadalajara (México), Lima (Perú), Montevideo (Uruguay), Quito (Ecuador), Santa Cruz (Bolivia), Sao Paulo (Brasil) y Valparaíso (Chile).

Los resultados de la encuesta no dejan lugar a dudas de la conciencia de los latinoamericanos sobre las condiciones de desigualdad en sus ciudades: en promedio, el 52 por ciento de todos los consultados en las 10 urbes aseguró que la desigualdad es alta o muy alta.

El estudio muestra que no solo hay una concepción generalizada de la desigualdad en la región, sino que en algunos centros urbanos es hasta 24 puntos más alta que el promedio. En Sao Paulo, por ejemplo, el porcentaje fue de 76 por ciento; en Asunción, de 75 y en Córdoba, de 67.

Más contundente es que los latinoamericanos no solo reconocen que el fenómeno data de mucho tiempo atrás, sino que son pesimistas sobre la posibilidad de que las condiciones de desigualdad se reduzcan en el futuro.

En promedio, el 56 por ciento en todas las ciudades percibe que la desigualdad se ha incrementado en los últimos cinco años y el 47 por ciento vislumbra un panorama sombrío, pues cree que va a empeorar en el próximo lustro.

Asunción (75 por ciento), Córdoba (69) y Guadalajara (66) son las ciudades donde es más alta la percepción de que la desigualdad se ha incrementado. Y cuando se les pregunta por el futuro, Córdoba lidera en pesimismo (66 por ciento) sobre la posibilidad de que las condiciones cambien. Bogotá (60 por ciento) y Asunción (57) la acompañan en esa visión descreída de la posibilidad de reducir la brecha.

No obstante, las respuestas de las ciudades no son uniformes en este campo. Hay casos como el de Quito, donde el 48 por ciento de los encuestados habló de una desigualdad media y el 40 por ciento de una desigualdad baja o muy baja. Eso sí, el 34 por ciento en esa urbe cree que en los próximos cinco años las condiciones seguirán iguales.

En Montevideo, el 42 por ciento también percibe una disminución de la desigualdad. En Valparaíso y Lima, la cuarta parte de los encuestados cree que la desigualdad va a disminuir.

Sin embargo, es claro en las respuestas recogidas por la encuesta que la tercera parte de los encuestados considera que la situación de desigualdad se va a mantener en sus ciudades y solo una quinta parte cree que la situación de la gente mejorará un poco.

No obstante, el 53 por ciento de la las personas señaló la educación como la acción más efectiva para promover la reducción de la desigualdad.

Ficha de la encuesta
La encuesta fue promovida por UN Hábitat, financiada en gran parte por la Fundación Avina. Fue diseñada, aplicada, sistematizada y cofinanciada por iniciativas ciudadanas que hacen parte de la Red Latinoamericana por Ciudades Justas, Democráticas y Sustentables. Informe (análisis y comparación de resultados) fue realizado por ‘Jalisco, cómo vamos’, organización de Guadalajara (México).
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